Adoraba aquellos libros británicos y estadounidenses. Avivaron mi imaginación. Me abrieron mundos nuevos. Pero la consecuencia involuntaria fue que no sabía que en la literatura cabía gente como yo. Así que el descubrimiento de los escritores africanos hizo esto por mí: me salvó de conocer solo un relato de lo que son los libros.
Vengo de una familia nigeriana convencional, de clase media. Mi padre era profesor. Mi madre, administrativa. Y por tanto disponíamos, como era costumbre, de servicio doméstico, a menudo procedente de aldeas rurales cercanas. Cuando cumplí ocho años, un chico nuevo llegó a mi casa. Se llamaba Fide. Lo único que mi madre nos contó de él fue que su familia era muy pobre. Mi madre les mandaba ñame y arroz y ropa que ya no nos poníamos. Y cuando no me acababa la cena, solía decirme: «¡Acábate la comida! ¿Es que no sabes que hay gente, como la familia de Fide, que no tiene nada?». Así que yo sentía muchísima pena por la familia de Fide.
Entonces, un sábado, fuimos de visita a su pueblo y su madre nos enseñó una preciosa cesta de rafia estampada que había confeccionado el hermano de Fide. Me quedé impresionada. No se me había ocurrido que alguien de su familia supiera hacer algo. Lo único que oía de ellos era lo pobres que eran, de modo que me resultaba imposible verlos como algo más que pobres. Su pobreza era mi relato único sobre ellos.
Años después, pensé en ello cuando dejé Nigeria para estudiar en la universidad en Estados Unidos. Tenía diecinueve años. Y dejé impresionada a mi compañera de habitación, estadounidense. La chica me preguntó dónde había aprendido a hablar inglés tan bien, y le desconcertó descubrir que el idioma oficial de Nigeria es el inglés. Me pidió escuchar lo que llamó mi «música tribal», y se llevó una gran decepción cuando saqué mi cinta de Mariah Carey. Además, mi compañera de cuarto daba por hecho que yo no sabría utilizar la cocina.
A mí, lo que me impresionó fue lo siguiente: ella se había apiadado de mí incluso antes de conocerme. Su actitud por defecto hacia mí, en tanto que africana, era una especie de lástima bienintencionada y paternalista. Mi compañera de habitación conocía una única historia sobre África, un relato único de catástrofes. En esa historia no cabía la posibilidad de que los africanos se le parecieran en nada, no había lugar para sentimientos más complejos que la pena ni posibilidad de conexión entre iguales. Debo decir que hasta que viajé a Estados Unidos no me identifiqué conscientemente como africana. Pero en Estados Unidos, cada vez que se mencionaba África, la gente se giraba hacia mí. Tanto daba que yo no supiera nada de lugares como Namibia. Pero 6terminé adoptando esta nueva identidad y, en muchos sentidos, ahora pienso en mí como en una africana. Aunque todavía me irrita que se refieran a África como si fuera un país; el ejemplo más reciente ha sido el vuelo de hace un par de días desde Lagos, por lo demás maravilloso, durante el cual la compañía Virgin anunció sus obras de caridad en «India, África y otros países».
-Chimamandangozi Adichie en El peligro de la historia única (fragmento)
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